11/6/08

Tiene que cambiar nuestra forma de vivir



NO esperemos que baje el petróleo. No esperemos que bajen los precios No esperemos que los tipos de interés reduzcan el Euríbor. No esperamos, por tanto, que las hipotecas resulten más soportables. No esperemos que suban los jornales. Y las pensiones. Y que la bolsa se ponga por las nubes y todos los inversores se forren de nuevo, como se han forrado en los últimos años. No esperemos que los mileuristas se conviertan, de la noche a la mañana, en dosmileuristas. No esperemos que se acaben las huelgas. Ni que la Madre Teresa de Calcuta resucite y sea nombrada presidenta del Banco Mundial. No. No esperemos nada de eso. Porque en nada de eso está la raíz del problema económico que a todos nos trae de cabeza. Las malas noticias económicas, que cada día nos traen los periódicos, no son sino la punta del iceberg cuya inmensa profundidad se nos oculta. Es más, yo me pregunto si no nos conviene a todos este zamarreón económico que estamos recibiendo. A ver si, de una puñetera vez, nos enteramos de que la crisis económica, que a unos preocupa y a otros angustia, empieza a ser el final de una época y comienza a ser el inicio de otra.
Me explico. La economía, la política, la vida en general, en el mundo entero, se ha organizado de forma que un 20% de la población mundial consume el 80% de los bienes de uso y consumo que se producen en todo el planeta, mientras que el 80% de los habitantes de la tierra se tiene que contentar con el 20% de lo que se produce en todo el mundo. Este dato global, con todas las precisiones y matizaciones que necesite, no sólo es incontestable, sino que se agrava, de forma irritante y escandalosa, en los casos límite, tanto por arriba (los más ricos) como por abajo (los más pobres). Teniendo en cuenta que, en el caso de los pobres, la situación es tan espantosa que, ahora mismo, son más de 850 millones los seres humanos que tienen que vivir con menos de un dólar al día. O sea, en este momento hay cerca de mil millones de criaturas abocadas a una muerte temprana y criminal. Porque el hambre no espera. El hambre mata. Y mata pronto, de la forma más humillante y cruel que se puede asesinar en este mundo.
¿Por qué no se le pone solución a este estado de cosas? Hace unos días, en la cumbre de la FAO, celebrada en Roma, se han reunido más de 130 presidentes de gobierno de todo el mundo. Y no han llegado a ninguna conclusión eficaz. Se dice que falta voluntad política. Y es verdad. Pero eso no es toda la verdad. Porque el fondo del asunto está en que los políticos de los países ricos (caso de España) tienen que gobernar a millones de ciudadanos que nos hemos acostumbrado a una forma de vivir, en un nivel de gastos, de comodidades y, en no pocos casos, de despilfarro, que no estamos dispuestos a dejar, ni a ceder, por nada del mundo. En tales condiciones, las posibilidades de cambio económico que les quedan a los políticos son muy reducidas. El gobernante que quiere gobernar a gente así, no tiene más remedio que contentar a sus votantes, en la medida de lo posible. Somos, pues, nosotros, los ciudadanos los que limitamos la voluntad política de quienes nos gobiernan.
Por otra parte, hay que hacerse el cuerpo a que el mundo ha tomado un giro nuevo que no tiene vuelta atrás. Mientras los pobres del mundo se han limitado a sobrevivir como podían, nosotros hemos podido vivir de bien en mejor, hasta llegar al lujo y al despilfarro en muchos casos. Pero eso se está acabando. Porque más de mil millones de chinos y cerca del mil millones de indios han dicho que basta ya de supervivencia. Y quieren vivir como nosotros. Ahora bien, el mundo no da para tanto. Porque carece de fuentes de energía para satisfacer la inagotable apetencia de consumo, de lujo y despilfarro que necesitamos los más de seis mil millones de habitantes que tiene el plantea. Si los seis mil millones se empeñan en vivir como se vive en España, es seguro que no hay para todos. Nuestro nivel de vida no es aplicable al mundo entero. Y conste que el problema no está ni en el egoísmo de los ciudadanos ni en la cobardía de los políticos. El problema está en el sistema. Un sistema que, para perpetuarse y crecer, tiene que ser a base de meterle en la cabeza a la gente que 'felicidad' es igual a 'consumo'. Y que, por tanto, a más consumo más felicidad. Pero felicidad sólo para los que vivimos en los países ricos. Porque así lo impone la lógica del sistema. Esto es lo que hay que cambiar. Los países pobres no necesitan limosnas. Lo que necesitan son inversores que produzcan riqueza. El día que se acaben los privilegios productivos y comerciales de los grandes empezarán a mejorar los chicos. Y todos nos iremos igualando. Habrá menos lujo y menos despilfarro, pero más humanidad.
Hay que cambiar la mentalidad y la forma de vivir. No es verdad que 'felicidad' es igual a 'consumo'. La felicidad no depende de las 'cosas' que se tienen, sino de las 'personas' que nos acompañan, que nos respetan, que nos toleran, que nos quieren. 'Felicidad' es igual a 'convivencia' respetuosa, tolerante, grata, cordial. Está demostrado que la gente no se siente más feliz cuando gana más dinero, sino cuando gana más dinero que el vecino o el compañero de trabajo. Es urgente re-orientar la productividad y el comercio en función, no de los caprichos que impone el lujo, el despilfarro, la vanidad infantil o la prepotencia de algunos, sino con vistas a cubrir las necesidades de todos.

José M. Castillo

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